Eric Bukstein | Montevideo, Uruguay
Alcanzar un acuerdo de paz es un hecho histórico, especialmente en Medio Oriente. Alcanzar dos puede llevar décadas. Pues en 2020 se lograron tres acuerdos de paz, y un acercamiento político. La paz alcanzada entre Israel, Emiratos Árabes Unidos, el Reino de Bahréin, y Marruecos, sumado al acercamiento con Sudán, sorprendieron a propios y extraños. Para entender el fenómeno, es clave describir el cambio conceptual que Estados Unidos experimentó bajo la administración Trump.
Por décadas, los gobiernos norteamericanos de ambos partidos buscar resolver los conflictos de Medio Oriente basándose en las siguientes premisas:
• El conflicto israelí – palestino es el núcleo de todas las tensiones de la región.
• La finalización de ese conflicto desatará un proceso generalizado de paz a nivel regional.
• Cualquier intento de paz en la región no será sostenible si el conflicto israelí – palestino no es solucionado.
Esto llevó a un sinfín de estrategias fallidas. Tal era esa convicción que, en 2016, el entonces Secretario de Estado demócrata John Kerry, afirmó en una conferencia para Brookings Institute:
No habrá paz separada entre Israel y el mundo árabe (…). He oído a políticos prominentes en Israel decir que ‘el mundo árabe está en otra etapa, debemos conectar con ellos, resolver con ellos y luego lidiamos con los palestinos’. No, no y no. (…) No habrá avance en una paz separada con el mundo árabe sin proceso palestino y sin paz palestina. Todos deben entender eso.”
Sin embargo, la administración Trump cambió esta dirección de forma drástica. En 2017, Trump ordenó la mudanza de la embajada norteamericana a Jerusalén, a la que reconoció como capital del Estado judío. Esta medida pautó el fin del acomodamiento norteamericano a las vacilaciones políticas de las organizaciones palestinas, dando una señal de pragmatismo y realismo en su aproximación a Medio Oriente.
Sin embargo, la mayor virtud de la administración Trump fue finalmente entender la nueva realidad geopolítica de Medio Oriente: la rivalidad suní-chií es el eje determinante de la balanza de poder en la región. En otras palabras, las potencias árabes como Arabia Saudita y Egipto están amenazadas por la posibilidad de un Irán nuclear. Esta amenaza, sumada a las insurgencias radicales terroristas que varios Estados árabes sufren, hacen que sus gobiernos vean en la cuestión israelí-palestina un problema de segundo orden. Las vagas protestas a la mudanza de la embajada así lo demuestran. Adicionalmente, los Estados árabes sunitas ven en Israel un socio para sus necesidades defensivas y de inteligencia contra Irán y sus proxys.
Este nuevo entendimiento le permitió a Estados Unidos posicionarse como un bróker efectivo. El 13 agosto de 2020, luego de aceleradas negociaciones, se firmaron los Acuerdos Abrahámicos entre Israel, Estados Unidos, Emiratos Árabes Unidos y el Reino de Bahréin. Los textos, breves pero significativos, constituyeron el mayor avance de paz en medio Oriente desde la firma del Tratado de Paz entre Jordania e Israel 26 años antes. Además, abrió la posibilidad de otros adherentes. A los pocos días Marruecos y Sudan, por vías, intensidades y términos diferentes, se sumaron a este acercamiento político.
La efectividad de estos acuerdos fue reconocida por la antagónica Administración Biden, que, a pesar de sus enormes diferencias con Trump, no modificó o cuestionó los acuerdos alcanzados. Sin embargo, es poco probable que se alcance un nuevo avance durante este mandato. La agenda de paz en Medio Oriente no parece ser prioridad en esta administración. Por último, es válido cuestionar si los liderazgos árabes ven en la administración Biden un bróker creíble o un portador de estrategias fallidas. Si éste fuera el caso, esperar al fin del mandato para reanudar un diálogo serio no sería llamativo.