Álvaro Diez de Medina | Montevideo, Uruguay
Las viejas que están a cargo de titular diarios en todo el mundo están francamente espantadas: ¡se viene la ultraderecha a Chile!
Tienen ahora cifradas todas sus esperanzas y algo de su desesperación en el comunismo que, como se sabe, es ultracómodo y cool.
Qué pena que, aunque viejas, las que titulan diarios no tengan memoria.
Porque Chile ya probó el comunismo, durante los 1.000 días que dieran comienzo en setiembre de 1970.
En esos 1.000 días, el comunismo logró alcanzar muchos records.
En un año (1970 a 1971) logró llevar el deficit fiscal de 0.5 a 7.3% del PBI. En 1972, lo llevó a 11.4%. En 1973, a 23%.
Pero estaba igual contento: el PBI creció 9.4%, espoleado por la emisión y el aumento de la demanda agregada.
Al comunismo le gustaba imprimir billetes para financiar este deficit: algo tan sencillo como el comunismo mismo.
En 1970 imprimió 66% de la base monetaria. En 1971, 136%.
Así que, en 1971, estableció controles de precios (la inflación ya estaba en 255% anualizada), mientras la sociedad se embarcaba en un aluvión de expropiaciones violentas de fábricas y comercios, huelgas salvajes. En fin: la épica revolucionaria.
En 1972, sin embargo, la magia parecía agotada.
El PBI cayó 1.2%. Y, en 1973, un 23%.
La inflación, en 1973, alcanzó el 433%.
La emisión, 365%.
Y se gastaron todas las reservas.
Y no podía obtener financiamiento externo, porque a fines de 1971 había declarado el default.
Todo ésto, el comunismo lo hacía mientras armaba milicias, secuestraba a empresarios y opositores, ejecutaba a otros mediante violentos atentados, almacenaba armas, recibía asesores cubanos, entrenaba agitadores de países vecinos.
En setiembre de 1973, las Fuerzas Armadas derrocaron al comunismo y establecieron una férrea dictadura.
Y el comunismo, perseguido y exilado, culpó de todo ello a la oligarquía, al imperialismo, a la CIA.
No a lo que él mismo hiciera, copiando lo que ya había hecho, con los mismos resultados, en muchos otros países. Generando pobreza, escasez, violencia y furia.
A este comunismo, que nada ha aprendido y nada ha olvidado, las viejas no le tienen miedo: lo llaman, incluso, progresista.
A lo que le tienen miedo es a la ultraderecha.
Porque, de llegar la ultraderecha al poder, esas viejas corren el riesgo de pasar a ser lo que en realidad son: chismosas, revestidas de ignorancia y superficialidad, a las que solo mueve sonar amables y domésticas con la mano que les palmeará la cabeza y dejará en su bolsillo cada mes las 30 monedas que cuesta entregar todo un pueblo a la esclavitud colectivista.
Es que las viejas miran siempre el mundo patas arriba, porque así pueden creer que cuando se agachan a recoger vintenes están, en realidad, mirando el Cielo.